“¿Qué es lo que quieres?” Resuelto, mirándola, sin dudar,
respondí: “Estar contigo”. Pero por más que espere expectante que pasaran los
días y las semanas no la ví ni tuve noticias de ella. Hasta que una reunión providencial
nos junto en casa de un amigo. Cuando, al salir, partía corrí hacia ella y
apenas atiné a decirle: “Vamos”. Sonrió y me siguió. Solo dijo: ·Eres un loco”.
Rodamos durante unos minutos hasta un hostal. Todo pasó tan rápido que me
parecía increíble tenerla, entre cuatro paredes delante de mí, lista para
ser descubierta al desamparo de una blusa negra desabotonada y el solitario botón
del jean invitándome al desalojo.
Serena y segura, sin ningún ápice de temor, volvió a sonreír.
Era evidente lo habitual que eran en ella aquellos interregnos al margen de las
cópulas conyugales. “Si es lindo. Y además, aclaro, algo muy normal y natural”.
Cómo contradecirla. Sus ojos radiantes, su nariz pequeña y sus labios carnosos
contrastaban con la redondez de sus glúteos y la enormidad de sus muslos.
Un día al salir de la gobernación la ví luciendo un jean
ajustado. Al verla padecí de solo mirarla. Entonces me propuse asediarla. Ahora
que la tenía, literalmente, en mis manos me acorde de aquel día y le pedí
inclinarse sobre la cama. Lentamente deslice el jean hasta ver solo un calzón
amarillo cubriendo la majestuosidad de un culo en verdad soberano. No me
equivoqué: fue tan excitante mirarla como entrar en ella.
La conocí en una tienda de artesanías. Luego supe que
preguntó por mí a la dueña de la tienda (con quien, dicho sea de paso, conviví
por cinco años). De manera que luego de los cinco años decidí encontrar la
manera de llamar su atención. Con todo, pasaron otros cinco años más sin que
nada nos acercara. Nada, hasta que un día al cruzar una esquina en Huaura
escuche su voz y la ví venir hacía mí.
Y puesto que los aparatitos para hablar lo son también para
escribir comencé por decirle: “Soledad es el más bello nombre del silencio”.
Era solo una frase pero aun así ella la consideró digna de un premio. Superando
mis más optimistas expectativas entonces casi de inmediato, en el siguiente
encuentro, me llamó amor y junto sus labios
con los míos. Por eso mismo, a partir de ese día, cuando cada domingo la veía luciendo el fajín
bicolor al lado del trinchudo alcalde mi excitación crecía incontenible al
verla tan cerca y tan lejana. Todos, o casi todos, la miraban; pero en verdad,
ella solo tenía ojos para mí. Y eso me producía un orgasmo antes del mismo, e
inminente, orgasmo.
No me equivoqué: el día que nuestros cuerpos se
juntaron más que complacido me fui
perturbado por la certeza de haber ignorado que placer tan supremo como ella me
había procurado, aunque circunstancial y pasajero, existía aunque jamás -salvo por
ella- lo encontraría.