jueves, 2 de febrero de 2012

LA HOYADA



Al verme, no le importó nada: ni que estuviera casada, ni que aquel 30 de octubre de 2011 estuviera rodeada de conocidos. Se aferró a mi mano y besó mis labios. Las presentaciones de los grupos de danzas y la venta de comidas habían terminado, solo persistía, entre raudales de cervezas, el ritmo sombrío de unos huaynos desafinados languideciendo en la mortecina claridad de un campo rodeado de oscuridad.


Luego de unos brindis ineludibles, opté por pasar desapercibido y me alejé del grupo, mientras ella bailaba y bebía. Hubiera preferido tenerla a mi lado, pero era prudente guardar distancia. Por eso, no la perdí de vista. Aun así, en un momento la perdí y comprobé cuanto me importaba. De pronto, la vi venir: “Podrás decirme que soy una primitiva, no sé, pero creo que no lo voy a hacer hasta que no vivamos”. No le respondí nada, solo le pregunté si iba volver o quería que nos fuéramos. “Un rato más”, dijo, y me pidió que la esperara.
Al ver que tardaba, me acerqué. Cuando volví, vi que la embriaguez la vencía. Entonces la abrace y comenzamos a alejarnos. Conforme avanzaba el cuerpo se le rendía. A poco empezó a vomitar. “Chucra, amor, resiste, tu puedes”, le dije para darle ánimos. Casi a rastras atravesamos el gramado hasta alcanzar la puerta.

En una motocar llegamos a Huaura. Fue en vano, estaba tan inerme que el cuartelero del hotel se negó a recibirnos. “No aceptamos personas mareadas, hemos tenido problemas”, fue la explicación.

Ira, angustia, vergüenza. Todos esos sentimientos competían en mí mientras buscaba con urgencia un taxi. Apareció un muchacho conduciendo un tico. Fue nuestra salvación. De todos modos, deambulamos sin resultado. Hasta que, por fin, entre arcada y arcada, reaccionó para decirme: “Papi, vámonos a la casa”.

Al llegar, apenas la recliné sobre la cama se sumergió en un sueño profundo, no sin antes decir que era horrible lo que sentía. A pesar de sus vómitos -me sorprendió no tener reparos- la volví a abrazar y la besé.

Pues, aunque ebria por completo, seguía siendo la mujer que amaba y que me amaba. Entonces, con la certeza de ser guardián y destinatario de su reposo, premunido de un sentimiento hecho más de veneración que de deseo, retire de sus pies sus zapatos y jalé el jean elástico que enflaquecía aun más sus magras extremidades. Sin embargo, al verla desnuda, la vi hermosa. Mucho más al constatar que ni el hombre con el que había compartido veinte y dos años, con sus días y sus noches, y hasta el ginecólogo que la viera, podría tener el secreto privilegio que, aquella imprevista circunstancia, me ofrendaba.

La mire, la bese. La adoré. Entonces sucedió lo increíble, al sentir mis caricias, acaso por una disposición inconsciente, fruto de sus años maritales, flexionó sus rodillas para recibirme con el gozo más intenso y hermoso que jamás experimente. Entré en ella, y considerando que su cuerpo contradecía sus palabras, la penetré una y otra vez.


Cinco días después. Cinco de ser hollada al salir de La Hoyada -a pesar que el marido había logrado, a duras penas, una prorroga más en su maltrecho matrimonio- sus palabras me procuraron un placer, no por melancólico, menos memorable: “Te llamo para decirte que te amo y que me siento feliz de haber amanecido en tus brazos”.

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