jueves, 2 de febrero de 2012

UNA FLOR PARA MARGARITA



“Y yo me la llevé al río, / pensando que era mozuela, / pero tenía marido”. La esperé con una flor en la mano. Al verme, ruboroso y florido, me beso enternecida. Sin embargo, no la lleve al río sino a Huaral. Durante el viaje nos besamos con desesperación. Al llegar, en busca de un lugar propicio para nuestra hambre de amor, vino a su memoria el recuerdo de un lugar al que había llegado siendo escolar: la casona de la hacienda Huando.


Con una botella de vino y muchas ganas de amarnos recalamos entonces sobre un tronco, rodeado de coposos árboles. Allí bebimos y allí nos besamos, durante horas. Fascinado de verla, y tenerla, me veo hacer algo que nunca hice ni volveré a hacer: antes de cada brindis acerco la copa hasta topar la tela que vela su deseado surquito para enseguida beber.

Al terminar el vino, abandonamos nuestro bosque de besos y nos fuimos, como no podía ser de otra manera, en busca de un lugar propicio para seguir besándonos; pero esta vez, con el cuerpo entero. Con todo, a decir verdad, nos urgía no menos que el deseo el sueño. Por eso mismo, acaso, al despertar nada pudo conmocionarme tanto como verla junto a mí, dormida y desnuda; y más allá, ausente de su cuerpo e inservible para las circunstancias, un arrugado y pequeño calzoncito celeste.

Disfruté de aquel sosiego contemplativo tanto como del denuedo previo que lo produjo. Por eso, antes de partir -para no irnos del todo- colocamos la rosa sobre la mesa. Y así nos fuimos: sin rosa ni olvido.

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